Esta historia merece un artículo entero. 24 kilómetros recorridos en dos días, a 36 grados más o menos, a pie, en la Sierra de la Laguna, Baja California Sur. Esta crónica tiene una reflexión un poco más profunda por ahí de la mitad.
Todo empezó cuando le conté al ya conocido primazo Álvaro que me iba a BCS unos días. Lo primero que me dijo fue: “no puedes ir a Baja sin conocer a Cutberto”, y la conversación siguió así:
– ¿Cutberto? ¿O sea, CUT-BER-TO?
– Sí, se llama Cutberto. Es un tipazo que vive en la Sierra de la Laguna y te lleva a un hike por las montañas. TIENES que conocerlo.
– Ok, primo. Confío en ti. Le voy a marcar.
Le marqué al señor Cutberto. Resultó ser de las personas más amables, interesantes y alivianadas con las que he tenido contacto. Me dio su palabra de que nos veríamos en la gasolinera de Santiago el día acordado y que no me preocupara, que la íbamos a pasar a todo dar.
Me emociona presentarte al personaje principal de esta historia y nuestro guía:
A esta aventura venían 3 personas del viaje a Baja; Fer, Paf y Cheko. Manejamos juntos al punto donde dice Fox Canyon y paramos de camino a que Cutberto nos explicara un poco del lugar.
Llegamos al Cañón de la Zorra a nadar antes de empezar la caminata, mira qué cool y busca a Cheko a ver si lo encuentras.
Después de la nadada empezó la caminata. En nuestras mochilas solo habían tiendas de campaña, sleepings, una muda de ropa y una botella de agua. Cutberto compró y cargó con 12 empanadas y 25 burritos para comer en el camino.
Hacía un calor infernal y muy poca sombra. Pasábamos entre cactus, arbustos, palmeras, vacas vivas y muertas que entre el calor y el hambre no habían aguantado. Por esa zona hay mucho “coshi” –cochinos salvajes– y zorros.
Caminábamos hacia arriba del río como si fuéramos siguiéndolo. De repente subíamos parte del cerro y el camino volvía al río. Así se veía:
Algo me pasaba ese día que me estaba costando demasiado trabajo subir. Estaba muy cansado, desanimado, tristón y con pocas ganas, encima el calor estaba con todo y nos quedaban bastantes horas.
Le preguntaba a Cutberto cada 20 minutos:
–¿Cuántas horas faltan?
–No muchas.
Y siempre faltaban UN CHINGO (perdón, mamá). Claramente no tenía mi cabeza donde debería pero seguí caminando; no había de otra.
Le agarramos tanto cariño a Cutberto que a la mitad del camino decidimos modificar su nombre a “Cutbert”. Nos contaba historias y experiencias pasadas todo el tiempo. Parábamos de repente a llenar nuestras botellas de agua en el río y descansar. Cutbert decía que mientras más arriba del río llegáramos, más fría iba a estar el agua, así que muchas veces la tomábamos calientita.
Caminamos 8 kilómetros de subida el primer día. No suena mucho pero de verdad estuvo rudo. Al final del primer día llegamos a este terreno:
Para que te des una idea de dónde estábamos y nuestros alrededores, mira estos screenshots de Google Maps:
Aquí viene mi choro cursi y lo que más rescato de esta experiencia y de todo el viaje a BCS: la estancia en el rancho de Don Franco. (Aquí llegamos el primer día a descansar y a pasar la noche, para subir más al día siguiente)
Según entendí, Don Franco es pariente de Cutberto, y después de su retiro llegó a cuidar y darle mantenimiento al rancho que había sido de sus papás y antes de eso, sus abuelos. Vive con su esposa, que se había ido a La Paz al doctor. Cuando llegamos entramos por la parte de atrás, en donde está su ganado, el baño y una piel de vaca secándose.
Tiramos las mochilas y botas al piso para relajarnos un rato.
Cutbert nos enseñó la propiedad, que está realmente metida en un lugar de la sierra donde no hay NADA ni NADIE más. Usan energía solar solo cuando la necesitan y de repente se dan el lujo de conectar Sky para ver la tele un rato. Todo lo que tienen tuvo que ser cargado con mulas desde Santiago en viajes largos y pesados. Me hizo pensar mucho en dónde vivo yo y por qué. Pensé también en lo poco que uno necesita para vivir y estar contento.
Había un árbol de ciruelas.
Me vi tentado a comerme un mango fresco con todo y cáscara pero me aguanté porque el dueño del lugar no había llegado.
Cheko llamó a Don Franco con un cuernazo potente.
Llegó con su hijo Luis y su sobrino Johnny.
No tienes idea de lo amables que fueron desde el principio. Nunca lo pensé hasta ahorita, pero me imagino que se ha de sentir raro cuando 4 extraños llegan a tu propiedad como si nada. Don Franco ni se inmutó y nos recibió con brazos abiertos pero en serio.
Luis, ex policía, me enseñó parte de la casa y subimos a la azotea. Aquí fue el segundo momento en el viaje en donde una persona completamente desconocida, de la nada, encontró la confianza suficiente para contarme cosas que normalmente uno se guarda. (La primera fue en el Chedraui de La Paz, cuando Antonio, un empleado del súper, me platicó del escándalo que se le armó en su chamba por “supuestamente saludar de beso a las señoritas de Liverpool, pero que solamente saludaba así a su tía, y que al final su tía había hablado seriamente con los encargados de Recursos Humanos y la cosa se terminó calmando.” “Yo te prometo que solo le doy beso a mi tía que trabaja ahí”, repetía cada tercer palabra.)
Tirados en el cemento arriba de la casa, platiqué con Luis un buen rato y me contó de su ex esposa, de las mafias en la policía de BCS, de cómo su hijo se estaba convirtiendo en un hombre y de cosas padres de la vida. Hablamos largo y tendido, como si nos hubiéramos conocido antes y lleváramos tiempo de amigos.
Cutbert se asomó con Fer para ver dónde estábamos.
Y luego le tomé esta otra a Luis:
Una vaca se negaba a entrar al corral porque su hijita no había regresado con el grupo y la tuvimos que convencer con varios empujones. Cheko platicaba con Don Franco y yo solo tomaba fotos.
La tarde la pasamos todos en la cocina. El sobrino de Don Franco, Johnny, se enojaba cada vez que alguien criticaba al América. Tomamos café, cenamos y siguió la plática.
Lavé los platos.
Y en la sobremesa tomé una de mis fotos favoritas ever. En serio. Me dice mucho cada vez que la veo.
En teoría acamparíamos la noche pero Don Franco insistió fuertemente que durmiéramos en sus catres y camas, al aire libre, para poder ver las estrellas hasta que nos quedáramos dormidos.
Justo eso hicimos.
No sabes qué increíble noche. Las estrellas estaban con todo y por doquier.
Amanecimos descansados, felices y recargados de energía por haber convivido con gente tan increíble.
No puedo hablar por los demás del grupo, pero cuando desperté volteé a mi alrededor, pensé tantito en dónde estaba y me di cuenta que no me faltaba nada. Que estaba en un lugar espectacular, con gente querida, sano, y contento. Todo el extremo al día anterior.
Tomamos café (yo con mucha azúcar) y le hice piojito a Chiliquil para despertar. Fer tomó la foto.
Tocaba seguir para arriba otros 4 kilómetros a un ojo de agua para después volverlos a bajar y regresar a donde habíamos dejado el coche. O sea que caminaríamos 16 kilómetros. El doble que el día anterior.
Caminamos sin mochilas y más tranquilos por el mismo tipo de camino. Nos acompañó el Killer.
Cuando le enseñé las fotos a mi mamá por primera vez me dijo que hacía muchas cosas muy locas, y también me dijo que esta era su foto favorita porque cada quien estaba haciendo una cosa diferente, volteando a otro lado, en su rollo. Y tiene toda la razón. Creo que nunca me hubiera fijado si no fuera por ella.
Llegamos al pozo, directito a echar un clavado.
Killer no podía subir una piedra grande. “Te vas a caer tratando de ayudarlo”, dijo Cutbert, y sucedió lo siguiente:
Desayunamos los benditos burritos, unos mangos recién recolectados de un árbol y regresamos a nuestro punto de partida después de despedirnos de Don Franco, Luis y Johnny. El camino de bajada estuvo mucho más tranquilo pero igual pesado a temperaturas altas.
Justo antes de llegar al coche tomé estas últimas dos fotos, y luego Cutbert sacó unas cervezas heladas de una hielera que tenía en su coche para cerrar con broche de oro.
Y así fueron estos dos días. Con muchas cosas pasando, con hartos sentimientos y demasiados pensamientos que me quedo. Hacer caminatas de más de un día me encanta porque tengo suficiente tiempo para realmente desconectarme de lo que hago y pienso cuando estoy en mi rutina cotidiana. Valoro TODO y agradezco cosas que seguro doy por hecho un lunes en la CDMX.
Guardo muchísimo de este viaje porque me hizo regresar a mi casa con otra manera de pensar. Aprendí que mucho de lo que me preocupa y me hace pasarla mal está en mi cabeza y que el dolor o malestar pasa y todo sigue. Sobre todo me quedo con lo mucho que me sorprende la gente, y cada vez más, porque si le buscas hay personas espectaculares en todos lados, solo es cuestión de abrir tantito los ojos.
En fin, tenía muchísimas ganas de contarte todo esto, hasta las partes cursis.
Si por alguna loca razón te dan ganas de ir a conocer la sierra, avísame. Espero de verdad que lo hagas.
Te mando un abrazo y gracias por estar aquí.
Fon.